Ha crecido un árbol en medio de la pared,
sus grandes ramas avanzan
de manera invasiva
por todo el cuarto.
Cada ramita lleva un pequeño brote verde
y en la punta una flor blanca.
Su perfume,
estremece.
Una mezcla de azahar,
jazmín y violetas:
irreproducible,
único.
Dos pequeñísimos ojos se asomaron,
detrás del tronco.
una manita se extendió
hacia la copa.
Allá arriba,
en cunclillas,
un delgado y moreno niño
asecha cada movimiento de mi cuerpo.
Inhala y exhala de manera ruidosa
formando una armonía
con mi corazón roto,
sonoro y tembloroso como un tambor.
Me acerco despacito,
escalo con cuidado el tronco rugoso
hasta llegar a la rama más ancha,
donde el joven se mantiene agazapado.
Sus dedos tocan mi rostro,
su calido tacto
olía:
Azahar, jazmines y violetas.
Era su perfume el que ahogaba,
era su existencia inconfundible.
El árbol no era más que su transporte.
Y el hombre me miraba.
En silencio, como en un principio.
Tome una flor,
la puse en sus manos.
De él desprendió un nuevo perfume: oscuro.
Me puse en pie y decidí retirarme.
Una mano me retuvo.
Inmóvil,
acepté.
Nos miramos,
poco a poco el brillo de sus ojos
murió,
cerré los ojos.
No soporté la muerte de su respiración.
Abrí los ojos.
El árbol se había ido.
El aroma: Azahar, jazmín y violetas,
brillante.
Se extendía,
iba y volvía.
sábado, 3 de octubre de 2009
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