sábado, 3 de octubre de 2009

Árbol

Ha crecido un árbol en medio de la pared,
sus grandes ramas avanzan
de manera invasiva
por todo el cuarto.

Cada ramita lleva un pequeño brote verde
y en la punta una flor blanca.
Su perfume,
estremece.

Una mezcla de azahar,
jazmín y violetas:
irreproducible,
único.

Dos pequeñísimos ojos se asomaron,
detrás del tronco.
una manita se extendió
hacia la copa.

Allá arriba,
en cunclillas,
un delgado y moreno niño
asecha cada movimiento de mi cuerpo.

Inhala y exhala de manera ruidosa
formando una armonía
con mi corazón roto,
sonoro y tembloroso como un tambor.

Me acerco despacito,
escalo con cuidado el tronco rugoso
hasta llegar a la rama más ancha,
donde el joven se mantiene agazapado.

Sus dedos tocan mi rostro,
su calido tacto
olía:
Azahar, jazmines y violetas.

Era su perfume el que ahogaba,
era su existencia inconfundible.
El árbol no era más que su transporte.
Y el hombre me miraba.

En silencio, como en un principio.
Tome una flor,
la puse en sus manos.
De él desprendió un nuevo perfume: oscuro.

Me puse en pie y decidí retirarme.
Una mano me retuvo.
Inmóvil,
acepté.

Nos miramos,
poco a poco el brillo de sus ojos
murió,
cerré los ojos.

No soporté la muerte de su respiración.
Abrí los ojos.
El árbol se había ido.

El aroma: Azahar, jazmín y violetas,
brillante.
Se extendía,
iba y volvía.

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